Es el escritorio personal sitio predilecto, imagen del caos que en él trata de resolverse en orden. Día a día se van recombinando en él los papeles y objetos de trabajo en un barajarse interminable de averiguaciones y descubrimientos, tanteos y cegueras que vanamente intentan el saber. Lindo y desordenado sitio de las largas horas de ir buscándole un sentido a ese mismo desorden que la búsqueda genera. Lugar de soledad y encuentro. Soledad del que se encierra necesariamente a trabajar y encuentro con la infinidad de voces que en los libros y la red hablan de todo lo que hay que hablar e invitan al diálogo o simplemente encantan con sus razones y retóricas.
Para algunos probablemente no hay lugar más grato que el escritorio, no hay mesa en la que apoyar los codos sea un acto más extraordinario. Sentado ante la mesa de escribir, pluma en mano o el computador encendido, el dedicado a su oficio se siente más que a gusto: plenamente vivo, como el aventurero al que el momento de tensión le enardece la necesidad de acción, o como el navegante que está a punto de soltar amarras y se entusiasma de sólo pensar en lo que tiene al frente: un mundo que explorar a costa de cualquier sacrificio y a pesar de todos los obstáculos.
Nada más amenazador, sin embargo, que un escritorio cargado de papeles que requiren atención. Amenazador como todo reto, como toda oportunidad que se ofrece a cambio de un esfuerzo.
En el escritorio se dan las grandes aventuras, los retos, las disputas, las más productivas conversaciones, los susurros de la intimidad más sobrecogida. Toda una vida, todo un bullir de vidas se enmaraña en ese lugar de lo atiborrado y lo confuso. Todo escritorio es un universo en plena actividad, ardiente de pasiones.