El artificio de la escritura / The artifice of writing


domingo, 29 de marzo de 2009

Ritual del duermevela fluvial.


Hay aquellos que al escribir van derivando lentamente al sueño, que es el ensueño consumado. Perezosos de pereza ancestral de lagarto al sol o mamífero dormilón que, colgado de sus largas uñas de mandarín, sueña sin prisa entre las ramas de más fresca sombra, inclinan la cabeza sobre el brazo acodado y apoyan la pluma vacilante sobre el papel en blanco (son escritores a la antigua) e imaginan en el duermevela un sinfín de palabras que cuentan o cantan alguna deliciosa historia de inverosímil realidad. Como el proverbial camarón, se acunan en las arenas del lecho de su río, listos a echarse a dormir y a que la corriente, esa incansable transportadora, se encargue de llevarlos a donde sea, siempre que no los revuelque en los fangos del fondo ni los sacuda contra las piedras gordas del río, esas lisas ancas de animales de misterio que el agua soba y soba. Río abajo, sin esfuerzo alguno hacia el mar se van entre bostezos e ilusiones.
Cuando se dice río se oye decir Aconcagua. Los demás son sinónimos del único término exacto. Todos sus nombres, sin embargo, son en el recitado un caudal sonoro, un flujo incesante de aguas dulces como la miel en los labios y el oído. Habrá quien pueda recordar esa letanía telúrica del atlas de las aguas: Nilo, Orinoco, Mississippi, Duero, Ródano, que es femenino, Rihn, Volga, Danubio, Yang-tsé, Bío-Bío, Tajo, Támesis, Pecos, Magdalena, Ebro y Guadiana. Nombres antiguos que en la garganta dejan sabores decantados de una sed de siglos. Paraná, Urubamba, Yangtsequián, el Sena.
Aguas insaciables, flujo cuasi eterno de la historia. Al fondo de su cañón el Colorado escarba todavía su lecho, el Eufrates sigue contando su milenaria historia mientras el Amazonas tiñe para siempre el mar con sus aguas grasas y el Guadalquivir se olvidó hace mucho del fulgor del velamen henchido en la brisa aventurera. Aguas de limosna llegan al mar donde desembocan tantos caudales reprimidos que fueran aguas abundantes.
Si se pudiera ir de boca en boca remontando las corrientes de todos los ríos de la tierra, uno tras otro, como quien peregrina a todos los santuarios milagrosos de todas las religiones, las fuentes donde nace el agua. Apurímac, Congo, Saar, Ohio. Río a río navegarle al mundo todas sus venas: Maule, Guadalupe, San Juan, Ganjes, Shanon, el Po. Todos los ríos un río interminable, un fluir de ondas infinito, aparente eternidad hecha materia y movimiento, reloj y calendario, permanencia de lo siempre transitorio. A media voz van las corrientes pronunciando nombres que el hombre aprendió de sus susurros. Shenandoah, Aral, Tíber, el invisible Loa.
Aguas dulces de la sed que no se sacia y que en la mar se vuelven sal amarga.

domingo, 8 de marzo de 2009

Espinos en flor

Hace unos días los huisaches (Acacia smalii) se iluminaron de su oro viejo --un espectáculo siempre admirable—bajo el esplendor de un cielo de intacto azul: supimos que la primavera estaba por llegar.
Ahora, que al dorado lo va sustituyendo el jade nuevo de las hojas con que se enciende la arboleda y uno que otro árbol blanquea su ramaje ralo o lo vuelve púrpura o rosado, estamos ciertos de que se han terminado los tersos y translúcidos días de invierno y avanzan implacables los calores, la calina sofocante, la humedad que evoca burbujeantes caldos de cultivo, tranques densos de ovas, negras aguas inmóviles bajo el mal aire, palúdicas brisas, del hervidero estival.
La primavera no es más que una fugaz huída, una ráfaga de oro en flor, un engaño más: memento mori de la rosa que, apenas en botón, sucumbe al madurar intenso de lo vivo; en cosa de un instante se abre, se marchita y se desploma. Como a la acacia, al rosal le perduran las espinas.