Ritual del duermevela fluvial.
Cuando se dice río se oye decir Aconcagua. Los demás son sinónimos del único término exacto. Todos sus nombres, sin embargo, son en el recitado un caudal sonoro, un flujo incesante de aguas dulces como la miel en los labios y el oído. Habrá quien pueda recordar esa letanía telúrica del atlas de las aguas: Nilo, Orinoco, Mississippi, Duero, Ródano, que es femenino, Rihn, Volga, Danubio, Yang-tsé, Bío-Bío, Tajo, Támesis, Pecos, Magdalena, Ebro y Guadiana. Nombres antiguos que en la garganta dejan sabores decantados de una sed de siglos. Paraná, Urubamba, Yangtsequián, el Sena.
Aguas insaciables, flujo cuasi eterno de la historia. Al fondo de su cañón el Colorado escarba todavía su lecho, el Eufrates sigue contando su milenaria historia mientras el Amazonas tiñe para siempre el mar con sus aguas grasas y el Guadalquivir se olvidó hace mucho del fulgor del velamen henchido en la brisa aventurera. Aguas de limosna llegan al mar donde desembocan tantos caudales reprimidos que fueran aguas abundantes.
Si se pudiera ir de boca en boca remontando las corrientes de todos los ríos de la tierra, uno tras otro, como quien peregrina a todos los santuarios milagrosos de todas las religiones, las fuentes donde nace el agua. Apurímac, Congo, Saar, Ohio. Río a río navegarle al mundo todas sus venas: Maule, Guadalupe, San Juan, Ganjes, Shanon, el Po. Todos los ríos un río interminable, un fluir de ondas infinito, aparente eternidad hecha materia y movimiento, reloj y calendario, permanencia de lo siempre transitorio. A media voz van las corrientes pronunciando nombres que el hombre aprendió de sus susurros. Shenandoah, Aral, Tíber, el invisible Loa.
Aguas dulces de la sed que no se sacia y que en la mar se vuelven sal amarga.