A cielo abierto
Desde la noche de la ventolera, cuando se desgajó la rama mayor de uno de los árboles de mi patio, ya no tengo ese espacio casi interior, de delicadas luces y sombras, en que me sentaba a leer o contemplar la bóveda susurrante que las altas ramas frondosas de mis árboles formaban contra el tórrido cielo, perfectamente azul, del verano.
Tengo ahora toda la amplitud del firmamento sobre mi cabeza, y no me gusta. Ya no me puedo sentar en mi patio a dejar pasar el tiempo en calma. La inmensidad del cielo abierto arriba--su terso metal ardiendo, su silencio--atemoriza y amenaza, hace del espíritu una víctima de lo insondable; lo mortifica.
No por nada a los dioses--potestad suprema--se los cocibe como seres celestiales.