El artificio de la escritura / The artifice of writing


viernes, 30 de noviembre de 2012

De viaje


Tienen las religiones sus sitios sagrados que se debe visitar y los creyentes hacen de la peregrinación un ritual de vida. Hay sitios que ninguna religión reclama como suyos y que los peregrinos incesantes, los que no cesan de buscar el sitio definitivo, visitan por lo menos una vez en su vida.


domingo, 11 de noviembre de 2012

En la carretera al caer la noche


Salir de la ciudad al atardecer, a la hora cuando millares de personas vuelven a casa y el tráfico es una lenta pugna por avanzar, parece un error de cálculo, una decisión precipitada. La experiencia de encontrarse en medio de la infinidad de coches impacientes, sin embargo, tiene algo de revelador: a medida que la carretera avanza hacia los suburbios y éstos se van haciendo cada vez menos densos, disminuye el volumen de automóviles en pugna, aumenta la velocidad del avance y las luces del atardecer fastuoso se intensifican en el horizonte, cada vez más presente en la ausencia de las luces de la ciudad. 

En su afán de huir al campo los más prósperos lo han ido apartando cada vez más, le han negado su noche y su silencio. El viajero que se apresura en dirección a lo oscuro comprueba en el alejarse cómo la ciudad, encandilada, insiste en invadir esa quietud que al cabo de unas millas se hace al fin definitiva. 

Cae la noche. Al breve crepúsculo que la ciudad no pudo ver, miope de inmediatez y luminarias, lo sigue en la carretera casi solitaria, la noche cerrada de la naturaleza casi intacta. Sólo la limitada luz de los focos sobre el pavimento del camino que se esfuma en lo oscuro resta de la ciudad a giorno dejada atrás.

Comprende el viajero entonces el pavor ancestral de la noche que, incluso con la intrusión de sus luces que apenas la penetran, impone su mole de lo oscuro: mole y muro. O total vacío. 

Manejar de noche tiene algo de la ceguera del desvarío. Algo del ensueño de la huída.




jueves, 1 de noviembre de 2012

Escribir

Cuando se escribe se siente uno, más que nunca, perecedero, una ilusión apenas en el tiempo. Las viejas bibliotecas, los volúmenes antiguos, el pasado acumulado en esas letras que alguna vez una mano viva las llevó al papel, hablan del tiempo y del fugaz transcurso de la vida humana. Hablan también de la continuidad del espíritu que, como la llama que el corredor le pasa al corredor, va de mano en mano iluminando un camino cuyo punto inicial se pierde en el pasado y cuya meta no hay modo de saber dónde se encuentra. Uno cuenta con que no haya viento que apague el fulgor de ese fuego en el que todos hemos de arder, por un instante al menos.