Reminiscencias de anteayer
Bien se sabe que no hay tal cosa como volver. Pero es derecho —o consuelo-– de la edad avanzada hacerlo hacia el ayer en la nostalgia. Esta nostalgia senil que sume al octogenario en un pasado que más tiene de fantasía ilusa que de recuerdo.
Se diría que a partir de cierta edad se vive reviviendo, que toda experiencia nueva es motivo de evocación dichosa, a la vez que levemente entristecida, de algo sucedido, de alguna experiencia de hace mucho, de hace tanto que se recuerda borrosamente.
Agridulzura de la vejez.
Agridulce fue, hace unos días, encontrarse de nuevo—después de varios años y sin haberlo pensado— en la pequeña taquería donde hará ya más de quince años atrás, solía desayunar y escribir por las mañanas antes de empezar el día de las monótonas e inútiles obligaciones. Llegó hasta allí por casualidad o a lo mejor siguiendo algún deseo subconsciente de volver.
Como lo hacía entonces caminó---por cumplir con su diario ejercicio matinal---la milla y tanto que hay entre su casa y la calle del comercio. No había sido su plan llegar hasta allí, pero cuando se vio a dos pasos del lugar de tantas mañanas de ayer de escritura ya olvidada, entró al Walgreen’s del sector y compró---porque no había salido preparado de casa---el cuaderno en el que escribe y la pluma desechable con que lo hace; cruzó la calle, entró al local de siempre---todavía el mismo--- y vino a sentarse a la mesa junto a la ventana, que era la que usó habitualmente varios años antes.
Pidió —a quien ya no era quien atendía entonces— lo que pedía siempre: una taza de café, dos tacos de espinaca y huevo en tortilla de maíz y salsa verde (los preparaban estupendamente y no los había vuelto a comer desde esos días, como si se hubiera olvidado de que tal delicia existiera) y se aprestó a escribir.
Esto fue lo que su pluma fue marcando en el papel:
Hubo un tiempo cuando, habiendo aprendido a encuadernar, me hice mis propias libretas de apuntes. Usaba entonces la Esterbrook colegial que substituyó a las lapiceras de palo, de plumillas intercambiables°, y a los engorrosos tinteros de loza, vidrio o plástico que manchaban todo. No recuerdo cuándo dejé de tenerla; los últimos dos o tres años del colegio y todos los de la universidad, hasta venirme a los Estados Unidos, ya titulado, usé la Parker que todavía tengo (pero que no he usado desde que, al poco de llegar, me compré otra Esterbrook, por sentimentalismo, y una Sheaffer que también guardo y tampoco uso). Esas libretas y esas plumas son las primeras de muchas que he ido usando regularmente y acumulando—no diré coleccionando—a lo largo de años de compras obsesivas y recoletos desayunos.
Inofensivo y nostálgico placer también es este de sentarme ahora a desayunar —aunque ya lo hice temprano en casa— y escribir en esta taquería a la que vine regularmente los primeros años de vivir en este barrio, en la casa que compré, imaginándola perfecta, y que nunca llegó a ser el rincón de las delicias que —ingenuo— creí que sería. Buscando ese lugar ideal de la mesa de trabajo y la ventana al luminoso afuera ajeno fue que llegué a adoptar este rincón, también ajeno ahora.
Aquí estoy como en esos días. El local ha cambiado un poco de aspecto y ya no está en la cocina quien preparaba tan lindamente esos tacos que los de ahora no reproducen del todo porque los del recuerdo son obligadamente mejores. No hay razón para volver, como volvía a diario por ellos caminando esas más de dos millas —de ida y vuelta—que en esos años no constituían ninguna hazaña hacerlas.
Desde hace mucho paso casi a diario en auto frente a la taquería y ya ni me doy cuenta de que está allí, un local más entre tantos.
° Las mismas que usaban para vacunarnos.
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