El artificio de la escritura / The artifice of writing


martes, 18 de febrero de 2025

Vocerío de la cloaca


Debió tener de la Bruyere una lengua inflamada que no le cabía en la boca y le quemaba los labios. Una lengua, además, afilada y conectada a un cerebro en permanente cortocircuito de palabras. Dotes de hablador tenía, talento de deslenguado. 

Y como él, algunos otros. Esos pocos ingenios de la crítica acertada y la palabra exacta para decir con gracia el defecto moral de los que se cubren con el manto del poder raramente bien adquirido. 

El mundo—mundillo, más bien—de los poderosos necesita el reto del hablar derecho de los que ven la porquería—podredumbre dirían otros---debajo de los mármoles palaciales de la triple alianza del gobierno y sus falsedades. Pero hablar bien, críticamente, no basta cuando son muchos los que mal hablan—mal dicen—, cuando la voz del justo que en nombre de los justos habla se confunde en el barullo de una gritería destemplada de voces indecentes por mal intencionadas. 

No basta el ingenio del genio revelador de los horrores de la miseria moral de los que dominan. Lo acallan desde púlpitos y tribunas bien pagadas, desde los escenarios y pantallas de la entretención incesante y las risas y ladridos de las hienas, el cacareo de las aves multicolores, disfrazadas de esplendor mentiroso, la faramalla de los simios del circo de los trucos, el desborde de las cloacas y su fragor de aluvión que todo se lleva a su paso inmundo.

El clamor de la insania es tal que no hay alarma que lo supere, no hay llamada a la cordura que pueda oírse por encima de la batahola de los que hablan y hablan repitiendo a voces las mismísimas mentiras del continuo engaño.  

Un derrame de palabras nos ahoga: inundación de río que extravió su cauce; aguas salidas de madre, aluvión que arrasa. Vena rota, chorro, borbotón oscuro de aguas negras, vómito, desagüe, albañal, cloaca de la palabrería. 

Y hay quienes confunden—casi todos los ingenuos—el fragor de estas malditas aguas con el clamor de las grandiosas cataratas. No hay cómo convencerlos de que se equivocan.

En todos lados la misma porquería. El mismo dejarse engañar por el que habla a gritos y a amenazas. Ya harta oír hablar de las mismas cosas en los mismos tonos destemplados a los sábelotodo egocéntricos y cejijuntos. Aburre tanta perorata y tanto yo-sé-lo-que-digo y hago bien todo lo que hago a diferencia del resto de los mortales que no hacen nada bien y no saben de lo que están hablando.

Cansan ya los profetas perfectamente insoportables, cañas huecas, papagayos, pavos reales de voz chillona, plumaje desteñido y cogote pelado de tanto arreglarse la corbata y verse bien en su cuello almidonado.

Aburren los rompe-telas sin una pizca de razón para hacerlo; tanta gesticulación, tanta acusación, tanta queja desde la mínima altura de la caja de manzanas a punto de romperse de tan abusada como pedestal de mal hablados.

Nada nuevo se aprende de los profetas de la perdición, trompetas desafinadas. Nada nuevo tienen que decir, nada por cierto renovador, pegadas como tienen las narices al retrovisor grasiento y sucio de tanto restregarla contra el azogue ciego buscando recuperar lo que ha quedado atrás, lo que muy bien está que se haya empantanado el el pasado.

Quien mira atrás tropieza y, por lo general, culpa del tropezón --y se lo lleva en la caída-- al infeliz que barría la acera que los mira-atrás y habla-mentiras ensucian para poder acusar al que la barre de no hacerlo bien y de ensuciarla con su presencia de burdo proletario mudo.

Ante lo confuso no queda más que insistir en la armonía, aun cuando no basten los ecos de las voces válidas, las justas y acalladas. Mejor que el silencio es el murmullo al menos de la razón, el que se dice a media voz, en la calma del escritorio personal, el de la observación pausada y cierta, el del prolongado estudio.

Imagen de Maugdo Vázquez López

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