El universal don del habla: prosopopeya
Habla el árbol, “que es apenas sensitivo”, y dice:
--Dichosa “la piedra dura” porque no siente.
Lo dice en su lengua de boldo (peumus boldus), la que casi todo ser en el matorral del monte entiende. Incluso la sabia duna, experta en las más sutiles traslaciones. Y por cierto la loica (leistes loyca) que desde sus ramas trina.
Nadie, por lo tanto, ignora el decir del árbol de negra melena y denso aroma melancólico. Lo entienden.
La roca, entre tanto, como no siente, calla: nada la conmueve. Ni siquiera el embate continuo del mar y sus retóricas olas de crestas espectaculares que la acosan y empapan.
Dichosa, en efecto, la piedra que no siente ni sabe que puede ser cuchillo de obsidiana, dintel de palacio ostentoso, ara del altar pringoso del sacrificio a los mentidos dioses y proyectil asesino. En su silencio ignora.
Tampoco sabe que es pavimento de la vía que recorre el mundo en su filigrana de recovecos y lleva a todas partes y a ninguna.
El que siente, en cambio, es el ser vivo, bosque o animal, y de ellos sólo el hombre se resiente de su ser temporal y habla a voces su desagrado.
Sin rencor, en cambio, habla el resto de los seres.
Y lo que el árbol dice se lo lleva consigo la brisa---que no el viento fanfarrón, que sólo perora y no escucha---y Eco, la ninfa despechada, se lo repite al poeta, el chasqui de lengua trashumante, que lo va cantando, de tambo en tambo, por los caminos de lo montes hasta llegar al ombligo del universo. Ni que fuese el mismísimo viento el que en él canta.
El árbol, entre tanto, sigue hablando a solas. Las olas, prepotentes y obsesivas, acallan desde la rompiente sus murmullos. Las motiva el viento que viene aullando amenazas desde el horizonte mudo.
Inclinados sobre el mar, el húmedo esmalte oscuro del lilén (azara petiolaris) y el perlado encaje del helecho arborescente (cyathea atrovirens). Sienten y, cimbrándose, asienten. El chagual (puya chilensis) y el quisco (echinopsis chiloensis) silban bajo un cielo atroz de tan límpido y sereno.
Cantan o se quejan, que suele ser lo mismo.
Cielo desértico el suyo que atrapa y a la vez llama al vuelo. Cielo que la niebla matinal vuelve un joyel de diminutas ágatas montadas en el platino agudo de las púas de las cactáceas y espinos (acacia caven) de flor dorada y aromática.
Cielo que en la noche, denso de estrellas, se hunde hasta el origen del universo o aún más profundamente.
Más expresivos son otros seres de impaciente vida y voz urgente.
Chilla el águila en vuelo. En su escondrijo de palo carcomido ulula el búho. Se intercambian amenazas los pájaros territoriales y cacarean ufanos los gallos en la madrugada.
Si el loro hablara de veras, y no como un loro que repite lo que oye, tal vez diría más de alguna verdad; porque entre parloteos sucede a veces que se dice sin querer lo que todos saben y a propósito ignoran, lo que de veras sucede, lo que es de veras.
El pavo real chilla incongruente y, por su parte, el pavo de corral gorgoritea. Y lo hace en versos gongorinos para que nadie entienda y todos se queden boquiabiertos y admirados.
Son la oveja y el cordero los sumisos, de máscaras dolidas, las víctimas expiatorias del redil, las del balar quejoso. La oveja negra se sonríe socarrona y bala, imitando envidiosa el dulce lamentar de los albinos, los del vellón dorado.
En fin, que hay un barullo de voces enmascaradas donde uno vaya.
No se hable del guirigay de grillos y cigarras, que también se expresan, y a toda boca, o más bien a todo frotar sus cáscaras sonoras. Y está la caterva de sapos y ranas, batracios que a voces desentonan de las aguas.
Hay, sin embargo, quienes callan y se expresan de maneras sigilosas: en disimulo. Son los lagartos sigilosos. Está, por ejemplo, el caimán que se hace pasar por tronco muerto que en el manglar flota y el cocodrilo que en la playa llora como implorando compasiva ayuda y entre sí se ríe, dentadura al aire, el muy hipócrita.
Y está el más expresivo de todos, el de la más colorida retórica, la más efectiva y convincente: el camaleón de cola en espiral y panópticos ojos de inquietas esferas. Si hablara lo haría con la lengua de Rimbaud de vocales de colores. A lo mejor las mariposas lo entenderían.
El ganso, ya se sabe, habla por boca de ganso y no hay que hacerle caso.
Los perros mantienen coloquios nocturnos que se oyen como un intercambio de ecos siderales. Se llaman unos a otros con ladrido nocturno y aullidos lupinos a la luna.
El cuervo grazna, en inglés, el terrible nevermore.
El ruiseñor trina melifluas romanzas que el zenzontle imita bromista y descarado.
Sentimentales y madrugadores el zorzal y la alondra cantan embelesados a la luz del dios que se alza tras los montes.
Tienen su idioma también las flores: cursi, por bellamente florido.
Entretanto, hablan también las cosas, que parecen mudas en el silencio de lo inerte.
Se queja el sillón de ser involuntariamente sedentario. Confiesa envidiar los asientos de los autos, los buses, los trenes, los aviones. Incluso lo incita a envidiar y lamentarse el sillín de la bicicleta.
Dice el televisor que se aburre y se ha cansado de ser televisor. Que le gustaría tener unos días de asueto y descansar en silencio y a oscuras, apagada la pantalla de las imágenes y voces incoherentes.
Se ilusiona la copa de cristal con el rubí que la repleta.
Y ufanos los zapatos se vanaglorian de marcar el ritmo de la vida.
El conteo interminable de las horas reclaman para sí relojes y campanarios.
Los libros, por su parte, hablan calladamente por todos los demás: son las voces todas: el vocerío infinito del infinito universo.
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