De los caminos
¿Qué culpa puede tener el empedrado?
Llevan los senderos a todas partes y de todas partes vienen.
Están los hermosamente empedrados, deleite de quienes los transitan.
Deleite visual el de las piedras de formas, tamaños y tonalidades diferentes armonizadas en la composición de la vereda.
Deleite auditivo de los pasos que golpean a ritmo el suelo levemente sonoro.
Deleite también del aroma de la lluvia que empapa los adoquines y la tierra en que se asientan.
Deleite, sobre todo, del caminar, seguro el paso, erguido el cuerpo en el equilibrio de su imperioso movimiento hacia el horizonte.
Y están los senderos dificultosos—veredas escarpadas-–de empedrados rústicos, exigentes, nada fáciles de transitar. Gratos son también, en su diseño obligadamente escabroso, para el caminante empeñoso.
Para el decidido todo camino tiene su encanto, no importa de dónde surgen ni a dónde llevan. La dicha está en caminarlos.
Pero hay quienes acusan al camino---no importa lo bien empedrado que esté---de su lastimosa condición de mal trazado. Y van por él, a tumbos—sin verle su belleza—, lamentándose de la malhadada suerte de tener que caminarlo.
No hay para ellos vereda viable, por liso y estable que sea el pavimento de granito—o incluso mármol—que pisan desganados. Se tropiezan cada dos pasos, cada dos pasos maldicen el momento en que tuvieron que echarse a caminar sin rumbo ni objetivo.
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