Casa y café
La tentación del hábito es lo que me hace venir por la mañana al café de la esquina. Café de la escritura y a veces de la charla amena.
En casa se complica el ejercicio o gimnasia extrema de producir, si no una página, un párrafo al menos o, a veces, con suerte, un par de líneas. Aunque me entretiene tal actividad tiene la casa la inoportuna tendencia a concitar la ansiedad y, en casos patéticos, la angustia.(Queja ésta, admito con cierta vergüenza, propia de escritores que, haciéndose las víctimas de un oficio que nada tiene de extraordinario, acusan a fuerzas superiores, taimadas y torturantes, de no dejarles dar pie con bola cuando redactan sus asombros).
Hay algo contradictorio en la casa propia, como si cumpliera con una visión dual, de opuestos, de la realidad. Dualismo caprichoso de lo que gusta y lo que desagrada. Algo divisivo hay en el concepto del hogar, del tan defendido y huidizo lugar propio. Es tanto lugar de estadía y refugio como puede ser la jaula de un presidio, mazmorra, incluso.
El café, en cambio, es territorio libre de demonios carcelarios, lugar ameno en el que se entreduermen las musas de la inspiración y parlotean los faunos de la mente encendida. No por nada son sinnúmero los escritores que—desde filósofos y poetas hasta noveleros dominicales—han acaparado desde antiguo—con sus cuadernos y plumas fuentes entonces y ahora con sus tabletas y computadores de cables enredosos—las más bien diminutas mesas de los cafés intelectuales.
Cómodo lugar en que se conjugan pasatiempo y creación en la perfecta soledad del lugar público. Los demás clientes proveen con sus movimientos y conversaciones el necesario susurro de un mar lejano o el rumor de una arboleda.
La casa, en tanto, espera con sus quejas de abandono y el camastro tentador del escritorio.
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